viernes, 9 de febrero de 2007

EL SIGLO Sábado 18 de junio de 2005
Espectáculos
CRITICA DE TEATRO: EL MURMULLO, CRONICA DE UN DIA CUALQUIERA

Viaje inmóvil y morboso de dos vecinas de barrio
La puesta de Diego Ledezma y Ana Carolina Villanueva es una verborrágica “ópera de terror costumbrista”
Obra: El Murmullo (Crónica de un Día Cualquiera). Autor: Juan Carlos Carta. Actúan: Ana Carolina Villanueva y Diego Ledezma. Director asistente: Julio Rojas. Puesta en escena y dirección general: Diego Ledezma. Sala: Casa Club (Las Piedras 783). Día: Sábados a las 22.00.

POR DANIEL ARÁOZ (PARA EL SIGLO)
Desde que la mujercilla de edad indefinida y sonrisa ingenua (¿ingenua?) dirige su mirada hacia el público, se establece una inevitable conexión de cada espectador con lo que ve y escucha en el íntimo espacio de la sala de cámara. Poco antes, al momento de acceder a su asiento, ese espectador (usted, digamos) ha debido atravesar el propio escenario, pasando al lado de las dos mujeres que dormitan su siesta equívoca, y ha debido pisar, o más bien evitar, el mismo piso de tierra mojada donde ellas se instalaron, vaya usted a saber desde cuándo, en paralelos y rechinantes sillones de jardín.
La mujercilla aludida (Nelly) comparte con su vecina verborrágica (Doña Lidia) y con el público (usted, digamos) un viaje inmóvil y morboso a través de la vida del barrio y de la propia Lidia, quien habla cuanto puede, acaso porque puede cuanto habla: "Siempre hay alguien que habla y alguien que escucha", llega a sentenciar desde su hiper-locuacidad a menudo escabrosa, siempre envolvente, consagrada a denotar con impiadosa devoción (más bien denostar) todo lo que tiene al alcance de su lengua (a propósito, muy bien resuelta la lúbrica escena donde se "reconstruye" el episodio de la vecina promiscua).
Diego Ledezma compone una Doña Lidia ajustada, tan patética como reconocible y brutalmente próxima. Carga con todo el peso del texto -a menudo lastre o cárcel de los actores en los escenarios locales- y lo elabora con idoneidad, aportando una máscara tan contundente como sus recursos vocales y sus no menos filosas estocadas sub-textuales.
Carolina Villanueva, que sobrelleva el silencio anhelante e inquisidor de Nelly, copartícipe (y cómplice, como el espectador) de las miserias que su vecina evoca, construye laboriosamente su criatura ambigua, mezcla rara de Gelsomina de La Strada y comadre vernácula.
Ambos personajes son apenas dos caras entre tantas de esta ópera de terror costumbrista que es ya no El Murmullo sino nuestra sociedad. Otras caras serán las nuestras, las de cada espectador (usted, digamos): asistimos con curiosidad e hilaridad a este atronador "murmullo" de una comunidad provinciana sacudida por la desaparición de una persona en pleno régimen constitucional, anécdota que inspiró la obra del sanjuanino Juan Carlos Carta. Claro que de esas caras -las nuestras- serán espectadores privilegiados los dos actores que nos seducen y nos asaltan con su histrionismo y su troyana comicidad.
Los rubros técnicos (particularmente el maquillaje, el vestuario y una acertada música incidental) aportan volumen expresivo -y algún oportuno relax- a las retorcidas relaciones de poder que sobrevuelan el clima de la puesta, donde el propio Ledezma asumió nuevamente responsabilidades de dirección en esta versión 2005 del espectáculo, que ha sido premiado y subsidiado por el Instituto Nacional del Teatro.
Crítica

El murmullo

Argumento
Dos mujeres sentadas en sus sillones de jardín, en medio de un simbólico patio circular de tierra, demarcado por una manguera, duermen y despiertan a una rutina de habladurías y chimentos.
La ocasión de hablar de los otros no es óbice, sin embargo, para que una de ellas (la que discurre exacerbadamente) alterne su visión sobre la vida de una vecina (cuya reputación se encarga de derribar) con los atormentados recuerdos de su pasado pueril (abundante en clausuras, cáncer, ausencia materna, incomprensión de los designios divinos, etc).
La penetración en las causas psicológicas de El Murmullo, abre al espectador la doble posibilidad de un juicio redimitorio o condenatorio.

Reflexiones Ad Hoc
Hablar y escuchar es la fórmula que define toda comunicación. Allí, sus extremos marcados por la presencia de un emisor y un receptor, por lo general, fluctúan en versátiles transmutaciones de roles, cuya vertiginosidad torna casi innecesarios los distingos.
Sin embargo, ¿qué sucede si el que habla es siempre el mismo... y el que escucha, también? Pues la distinción no solo se vuelve palmaria sino hasta intolerable: tajantes emisores frente a receptores, encarnando sendos monólogos.
Pero si el que escucha, escucha y da señales de su recepción, ¿es correcto seguir pensando en monólogos? Bien me temo, que no.
Vamos acercándonos al quid de El Murmullo, pieza teatral, drama – cómico construido sobre la rutina altamente corrosiva del chisme, la mirada de los otros, la palabra de los otros dando cuenta de las vulneradas y ya no privadas sino públicas (demasiado públicas) vidas ajenas.
Admitamos, entonces, el poder de la palabra o mejor: de quien detenta la palabra. Su capacidad para tachar de infamia a quien le plazca, su acceso, manipulación, versión – creación, divulgación de la información, le confiere una autoridad legitimada por la recepción (no siempre aquiescente) del destinatario.
“Páseme la manguera” es la frase en que se cifra ése poder.
Sillones de jardín, noches – mañanas, mañanas – noches, objetos recurrentes (y ocurrentes), sincronía en los encuentros para la calumnia, inmovilidad vital, corrosión paulatina... son El Murmullo”.
Pero además es una argucia teatral que aproxima al espectador – con ojos y oídos – hacia las protagonistas, eslabones fundamentales de El Murmullo.
El Murmullo es, en realidad, la vista preliminar (aumentada en un ciento por ciento) de una realidad mínima, un argumento – si se quiere – prosaico que se magnifica gradualmente, hasta adquirir la malevolencia propia de las cosas chicas que se agrandan bajo la lupa.

María Belén Aguirre (Año 2.005)
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